Una aventura compartida

Por su interés, reproducimos este artículo de Clara Fontana, directora académica del Kolbe, publicado en la revista Huellas.
Todo empezó con cuatro matrimonios amigos buscando una casa más grande, y más barata. Para ello tuvieron que irse a la periferia madrileña, hasta Villanueva de la Cañada, donde sucedió «algo que era completamente imposible»
En el verano de 1996, cuatro matrimonios jóvenes nos fuimos a vivir a Villanueva de la Cañada, entonces un pequeño municipio en la periferia de Madrid, buscando unas casas más grandes (y baratas) para nuestras familias cada vez más numerosas. Estábamos deseosos de continuar compartiendo la vida, como habíamos hecho desde que conocimos CL en la universidad y durante los primeros años de casados. Queríamos vivir juntos, queríamos acompañarnos en la aventura de construir una familia, de educar a nuestros hijos, de afrontar el trabajo, la presencia en el pueblo… ¡todo! desde el encuentro con Cristo en la realidad de Comunión y Liberación que había marcado nuestra juventud. La obra del colegio no habría nacido sin esta comunión vivida y podría no haber existido porque, de alguna manera, en la vida de comunidad ya estaba todo. De hecho, una de las cosas que hemos aprendido en estos años es a abandonar la obra en manos del Señor, lo cual, aunque resulte paradójico, nos ha supuesto un buen trabajo porque, lejos de disminuir el quehacer, nos ha hecho implicarnos con mayor seriedad en él, atentos a lo que se nos manifestaba en las circunstancias cotidianas.
De hecho, la idea de hacer un colegio no estaba en nuestra cabeza, sino que surgió de la vida normal en Villanueva. Al principio, llevábamos a los niños al colegio público y enseguida se manifestaron algunas carencias, sobre todo la dificultad de que no existiera un proyecto educativo unitario. Por otro lado, estábamos muy implicados en la vida del colegio (nos apuntamos a la asociación de padres) y en la del pueblo, por un deseo de compartir con todos el bien y la belleza de la experiencia que habíamos encontrado. Así conocimos a mucha gente con la que surgió una amistad por este deseo compartido de construir. Todo ello llevó a que en un momento dado pensáramos en querer educar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros amigos en el horizonte grande y unitario que vivíamos en el movimiento. Identificamos ese momento más o menos con el año 1998.
No cuento todos los avatares hasta que vimos construido el colegio, pero sí quiero dejar claro que era algo completamente imposible. No teníamos dinero y lo único que teníamos era el deseo de educar y construir dentro de la experiencia que nos estaba educando a nosotros. Durante varios años, nos pusimos en marcha –al principio unos pocos, después toda la comunidad de Villanueva que iba creciendo junto con un pequeño grupo de profesores– y el método para conseguir dinero fue proponer el proyecto educativo a las familias queconocíamos del pueblo, del colegio, del parque… Organizábamos reuniones en nuestras casas, en el centro cultural… con una gran osadía. Fue precioso ver cómo muchas familias y amigos contribuyeron comprando una acción para apoyar la construcción, su contribución fue esencial. Aun así, hubo un momento, un día preciso, en que habíamos decidido dejarlo tras cuatro años de intenso trabajo los fines de semana (la mayoría tenía trabajos muy comprometidos y era el único tiempo “libre” que quedaba). No llegábamos a la cantidad necesaria y el tiempo para presentar el proyecto se acababa. Ese mismo día, unos vecinos del pueblo a los que no conocíamos y que asistían a la que creíamos la “última” reunión para presentar el proyecto, salieron entusiasmados de aquel encuentro. Para ellos, que habían ganado dinero simplemente por la recalificación de sus tierras rústicas en urbanizables, era la ocasión de devolver a su pueblo y a la Providencia el dinero recibido. Este es solo uno de los muchos milagros que han acontecido estos años y que nos hicieron caer en la cuenta enseguida de varias cosas: por una parte, de que la obra no era (ni es) nuestra, es de Otro y será útil si nos confiamos siempre a Él; por otra, que cuando nos ponemos en juego y proponemos lo que vivimos y lo que amamos, descubrimos con sorpresa que crece nuestra conciencia de a quién pertenecemos y por qué estamos juntos; y, además, que nuestra propuesta es atractiva y hay mucha gente que quiere sumarse. De hecho, el proyecto educativo conectaba con el deseo de mucha gente de todo tipo.
En el año 2002 Ángel Mel, que ha sido hasta este año el director general del colegio, dejó su trabajo para dedicarse por entero al proyecto. En ese verano se terminó de construir el edificio, en medio de un gran entusiasmo e ilusión de tantas familias que habían contribuido con tiempo y dinero. No puedo olvidar a Leticia Prieto, quien como directora pedagógica dio vida al proyecto original junto con un equipo de profesores entusiasta y entregado, entre los que me encontraba. El colegio entonces contaba con 311 alumnos desde tres años hasta segundo de ESO. Hoy es una realidad con más de 800 alumnos, que van desde 1 año hasta los 18 y han salido del colegio 17 promociones. Algunos de nuestros antiguos alumnos traen a sus hijos al colegio y alguno es profesor (en el colegio o en otros centros educativos, públicos y privados), como fruto precioso de su experiencia como alumnos.
Desde entonces han sido muchas las circunstancias que hemos afrontado quienes nos hemos implicado en la obra y muchos los aprendizajes. Entre las circunstancias no han faltado la experiencia del límite, del fracaso o la ruptura entre nosotros. Todo ello nos ha llevado a comprender más en profundidad que abandonarnos a Cristo posibilita que Él actúe, que se den milagros enormes, desproporcionados para nosotros, como el perdón y la reconciliación. Ha crecido en estos años la certeza de que la vida está para darla y que vence quien abraza más fuerte, quien ama más y no quien tiene razón. También hemos vivido la belleza de la amistad con tantas personas que han ayudado a la existencia del colegio y a su horizonte grande, desde Franco Nembrini y los amigos de La Traccia hasta Julián de la Morena, José Luis Jiménez o los amigos de la comunidad del movimiento en El Tocuyo (Venezuela) con los que nos une una entrañable amistad.
También fue preciosa la compañía que nació con los amigos del Colegio Newman que empezó su andadura poco después. Con ellos hicimos el “Kolman”, encuentros en los que nos ayudamos a plantear lo que es un colegio desde nuestra experiencia de la educación, aterrizando desde el planteamiento de las diferentes materias, hasta la disciplina o los horarios.
Quisiera decir alguna palabra sobre el método educativo del colegio, necesariamente sintética por cuestiones de espacio. Una de las primeras cosas que nos planteamos era qué significa hacer un colegio católico, según el método de educación que habíamos conocido en Comunión y Liberación. Esta era una cuestión importante que coincidía con la constatación de que éramos y somos un colegio católico al que acuden mayoritariamente familias no católicas. Esto sucedía especialmente en los primeros años. Estas familias buscan en el colegio una buena formación académica o una ayuda para educar a sus hijos. Ahora tenemos una parroquia muy viva al lado y vienen muchas familias católicas, que muchas veces buscan en el colegio una protección frente al ambiente hostil. Por todo esto que digo, se puede intuir que el trabajo con las familias es uno de los puntos más fuertes de nuestro trabajo y, seguramente, el más difícil. En estas circunstancias, teníamos claro que la finalidad esencial es y ha sido siempre educar a la persona, en palabras de monseñor Massimo Camisasca, que vino a vernos cuando estábamos empezando, «suscitar las preguntas, educar el corazón».
Para ello, muchas veces hemos tenido que empezar rescatando una humanidad destruida, un corazón sepultado bajo capas de distracción o de falta de estima por sí mismos. Afirmar el bien que es cada persona y afirmar que todos tenemos un destino positivo ha sido siempre a lo largo de estos años y sigue siendo esencial y requiere de una mirada de estima incondicional por las personas, la conciencia de la dignidad de cada uno que aporta la fe o la grandeza humana que hemos hallado en muchos de nuestros profesores. En segundo lugar, se educa al estudiante, suscitando el interés y el asombro por lo que le rodea, introduciéndole en la realidad a través de las diferentes materias, transmitiendo un método de estudio adecuado a cada objeto de conocimiento y dando herramientas para todo ello. Y, en tercer lugar, se educa al cristiano. Para ello, es esencial que exista una comunidad encontrable en el colegio que les permita empezar o continuar un camino de educación en la fe y que exista una presencia “natural” de lo religioso. Todo esto se da a la vez, no necesariamente son pasos sucesivos.
¿Cuál es el método para que se dé esta educación? El gran método es la introducción en la realidad dando clase, atentos y abiertos a las preguntas que suscita la propia realidad. Dado que la enseñanza escolar se produce dentro de un espacio limitado, tratamos de traer la realidad al aula o de sacar a los alumnos a la realidad en la medida de lo posible. Muchos alumnos se han visto tocados en lo más hondo o han encontrado su vocación por distinguir el canto de los diferentes pájaros, observar el paso de las grullas que se reúnen sobre el colegio en su emigración o dibujar una planta; por visitar el convento de San Marcos en Florencia o las instalaciones de seguimiento de satélites de la Agencia Espacial Europea, que están en nuestro municipio; por descubrir en unos versos de Antonio Machado un eco de su propio corazón o por la sorpresa ante el orden y la belleza de la combinación de los elementos en el laboratorio de química. Son todos casos reales, con nombres y apellidos. La introducción en la realidad es imposible sin educar la razón. Esta educación implica la seriedad en el uso de los métodos que impone la realidad misma. Por tanto, requiere la paciencia de la observación, de la atención a cómo funcionan las cosas. Es diferente el método con el que uno se debe aproximar a la literatura y el que imponen las ciencias naturales. Para ello, es importante poner en relación el particular con la totalidad y poner la realidad como gran punto de verificación de lo que enseñamos. Que ellos puedan descubrir la realidad como lugar de verificación y su razón como apertura a conocer cómo está hecha es la base del sentido crítico y es vital. Dentro de los aspectos didácticos, nos parece esencial el desarrollo del lenguaje, tanto oral como escrito, puesto que es el cauce de la razón, el cauce para la comprensión de uno mismo y del mundo. Asimismo, nos parece esencial educar en la belleza, algo que ha acompañado al hombre desde siempre, como “resplandor de la verdad” y medio privilegiado de expresión de las preguntas que alberga el corazón humano.
Pero esto no basta, es necesaria una relación auténtica que permita que se dé todo lo anterior, una relación entre los profesores, con las familias y una relación auténtica con los alumnos. Siempre hemos afirmado –y es algo constatado en el tiempo con muchos ejemplos– que para que se dé la educación es necesario que se pongan en juego dos libertades, la del educador, que acepta comunicarse a sí mismo en su trabajo cotidiano, y la del alumno, que acepta la hipótesis y la propuesta que se le transmite y la verifica. Buscamos en los profesores esta disponibilidad a darse, una pasión por lo que enseñan y una mirada de ternura y estima radical por los chicos, sean quienes sean y estén como estén. Además, se trabaja intensamente en una coordinación docente y en la construcción de una auténtica comunidad educativa entre los profesores. La unidad entre los profesores, también en los aspectos más contingentes de la propuesta educativa, tiene una fuerza educativa enorme y es lo más difícil y crítico en un colegio. Y es una gracia que se da, aunque ello no impide que se trabaje y se favorezca en lo posible.
Quiero terminar diciendo que en el colegio se ha producido en estos años el milagro de la educación. Son muchos los chicos, los profesores y las familias que han visto despertar en ellos su humanidad, recuperando la estima por sí mismos y el sentimiento positivo de la vida. Muchos chavales han encontrado su vocación y son muchas las familias que en los momentos más difíciles con sus hijos han visto sostenida su esperanza. Los profesores más “antiguos” hemos renacido muchas veces y los jóvenes profesores que se incorporan pueden encontrar un lugar prometedor para sus vidas, sin retirarnos de las circunstancias, a veces muy difíciles, verificando la victoria de Cristo en ellas. Y, ciertamente, muchos han encontrado al Señor y se han convertido, en medio de la vida cotidiana hecha de exámenes y clases, de viajes de estudio y discusiones, de reuniones de coordinación o de tutoría y conversaciones espontáneas en la sala de profesores. Como nos decía un concejal del ayuntamiento, el pueblo no sería el mismo sin el Kolbe, pues ha tocado muchas vidas y ha hecho más bello y auténtico el lugar en el que vivimos.